Wendy y Jon Savage (Laura Linney y Philip Seymour Hoffman) son hermanos; ella aspira a ser dramaturga, él enseña teatro en la universidad. Viven en ciudades distintas, se relacionan poco entre sí, y su situación personal no es demasiado envidiable: ella pierde su tiempo con un hombre casado y él se niega a casarse con su novia polaca, lo que le hace ponerse muy triste cuando a ella la deportan, por su culpa. Un día, obligaciones familiares de otro tipo les reclaman: su anciano padre ha empezado a escribir en las paredes con sus propias heces, y ha llegado la hora de ocuparse de él en sus últimos días. Justo lo que más temen los hermanos Savage, cuya dificultad para comprometerse en su vida adulta puede ser un reflejo de su herencia familiar (el padre no les quería mucho, la madre se fugó de casa pronto). Pero esta película no aprovecha su forzada reunión para repasar viejos traumas de infancia ni para suscitar una sonora reconciliación con la vejez, etc.: ese tipo de consuelos es, precisamente, lo que nos escamotea la directora Tamara Jenkins, a quien de lo último de lo que se la puede acusar es de sentimental. La decadencia del padre no es fotogénica, como la de Julie Christie en «Lejos de ella»: es un asunto estrictamente desagradable, pero sus hijos deben ocuparse igualmente de él. Una película, en fin, tan honesta sobre un tema tan inescapablemente doloroso que uno casi desea que haga trampas y nos abra alguna espita de respiro. Pero al final, el superlativo trabajo de Hoffman y Linney, que no bajan la guardia en ningún momento apelando a nuestras simpatías, compensa el desplazamiento y casi nos reconcilia con el hecho de que no hay final feliz ni catarsis cuando se trata de contar que la vida y la muerte siguen su curso.
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